23 mar 2012

Romero en mi vida


Por: Rafael Flores

En El Salvador de 1980 reinaba la violencia, la impunidad y la injusticia. El pueblo sufría con dolor y con miedo que se expandían como pandemias; sin embargo, Dios, en su permanente misericordia, iluminó al que tenía que iluminar, aquel con la capacidad, la valentía y la santidad precisa. Sólo sus ojos de profeta podían ver la llaga, sobre la cual puso su dedo firme, tan firme que encendió la metralla, que en ese momento, pretendía ser mas fuerte que su voz cuasi solitaria.

Lo vi una sola vez en persona, a finales de los setentas o principios de los ochentas. Mi vida con conciencia estaba a punto de comenzar y la de él estaba a punto de terminar; fue en una misa en la iglesia Divina Providencia en la colonia Atlacatl. La iglesia, por la magnitud del evento estaba inusualmente llena, tan llena que tuvimos que oír la misa desde afuera. Al salir, Monseñor se dedicó a saludar a los que nos encontrábamos afuera, recuerdo la alegría de mi madre, que no encontraba palabras para que a mis nueve años entendiera la importancia de semejante personaje.

También recuerdo el 24 de marzo en la noche, cuando mi madre me dijo; ¡Lo mataron, hijo, lo mataron!, nunca se lo he dicho pero fue la primera vez que la vi llorar.

Monseñor Oscar Arnulfo Romero y Galdámez es de aquellos hombres que cumplieron los dos requisitos para ser grandes, o mas bien monumentales: 1. Un destino labrado desde los cielos y 2. Un deseo ferviente de cumplirlo. Tuvo que esperar su tiempo, y cuando este llegó de la mano de Rutilio, sus ojos se abrieron para dejar de ver los azules del cielo y comenzar a ver los ríos marrones que oscurecían su tierra. Comprendió de antemano la naturaleza, el fin y el privilegio de su misión, a la cual se entregó por completo. Su corazón era tan grande que le cabía todo Dios, o por lo menos su ave símbolo, que habitaba en él confortable, con sus alas desplegadas en semejante espacio infinito y un trinar que sonaba a hijo de hombre que nos cantaba el amor, la justicia y la paz, el mismo canto de los profetas de todos los tiempos.
Sabía esa parte dinámica de Dios, que su corazón nido era proféticamente temporal; Cumplido el tiempo, revoloteó solemne sobre su cuerpo inerte, soltando generosamente infinitas plumas teñidas que flotaron despacito, suspendidas en el tiempo, hasta caer, una a una, en aquellos corazoncitos como el mío, que a pesar de no tener el tamaño y la valentía para albergar a todo Dios y a sus misterios, hemos sido destinados para que en un coro vari-tono repitamos las mismas palabras de amor, justicia y paz.

En el Salvador de 2012, reina la violencia, la impunidad y la injusticia . El pueblo sufre con dolor y con miedo que se expanden como pandemias, Sin embargo buscamos ciegamente la llaga pretendiendo tratarla, nadie la ve, nadie la encuentra, no podemos………. y ya no hay profeta……… porque lo mataron.

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